Kunti Bandali. Terreno pisado

Artículo escrito por Alba Maria Campos, enfermera voluntaria española, especializada en salud familiar y comunitaria.
Corregido por Paula Cámara
Foto hecha por Kamal Bhattarai con la X-Pro1 © Clara Go

“He aprendido a pensar como me enseñaron, e incluso llegué a creer que soy yo el que piensa. Me resulta difícil comprender que solo pongo en marcha un mecanismo de razonar con pautas y circuitos impresos. Por eso nos cuesta tanto aceptar algo que contradice lo aprendido con anterioridad. Todo lo que he asimilado me rigidiza y me pone tiránicamente al servicio del grupo cultural que me ha formado.”

 

Salimos de Basti hacia Kunti Bandali el sábado 11 de marzo y pasamos por la puerta de la casa del niño al que habían abierto la cabeza el día anterior. Aún le sangraba un poco la herida. La mujer de la casa se había marchado al hospital con su marido y no pudimos verla.

Alba y yo seguimos nuestro camino y estuvimos un buen rato en silencio. Poco a poco, tratábamos de digerir lo que habíamos vivido esos días en Basti.

La subida del camino parecía muy dura y al final no nos resultó para tanto. Paramos a comer unos huevos duros, una lata de atún que guardábamos desde Lumbini y un paquete de noodles crudos. Después de tres horas de camino, paramos de nuevo para beber un chía (té negro que puede llevar leche). Para comer solo teníamos ese paquete de noodles y a mí me hace muy poca gracia la comida empaquetada. Hubiese preferido un DalBat o Tarkari (platos típicos allí), aunque ya hubiésemos comido miles de veces. Maldito progreso que llega incluso más lejos que las carreteras.

Mientras terminábamos de comer, apareció un tractor que llevaba bidones. Alba y yo lo vimos claro, sería nuestro transporte hasta Kunti Bandalai. Le dijimos a Kamal que preguntara si era posible subirnos en el remolque hasta allí y Alba, Samita y yo compartimos remolque con algunas de las niñas de la escuela. ¡La verdad es que fue divertidísimo! Menos mal que no fuimos andando, sino habrían sido unas cuantas horas más.

Llegamos al pueblo y vimos que las casas y las tiendas estaban hechas con chapa, algo no muy agradable a la vista. Apenas vimos mujeres por la calle. Había un niño muy gracioso, con cara de pillo, muy sucio y muy delgado que siempre veíamos trabajando: fregando, cuidando cabras o ayudando a borrachos a llegar a sus casas.

Debajo de casa siempre había una cuadrilla de hombres que caminaban haciendo eses alrededor de un cubo de basura enorme lleno de botellas de Rakshi (una bebida alcohólica muy demandada en Nepal). El sitio era horrible. Todo el día había hombres borrachos vagando, el niño que vimos trabajando para ellos siempre muy feliz, las mujeres cargando kilos sobre sus cabezas y las niñas con piedras en la mano “por lo que pudiera pasar”, sabían muy bien lo que hacían.

Este niño, como muchos otros, no iba al colegio. De esta forma no estábamos llegando a toda la población, sino a la más “civilizada” (sin que esta palabra tenga connotaciones positivas siempre); pero había otra gran parte que nunca gozarían del privilegio que suponía allí la educación. En Basti lo vimos más que aquí, muchas niñas pequeñas que no tendrían más de siete o nueve años llevaban a sus hermanos en brazos y merodeaban por el patio del colegio mientras el resto de niños de su edad estaban en clase.

Los profesores parecían más involucrados que en Basti, interactuaban más con nosotras. Sin embargo, nos encontramos un par de clases que eran muy poco receptivas.

El primer día, nos enteramos de que, ese mismo año, UNICEF había estado allí haciendo un proyecto contra el Chhaupadi que –según la sensación que tuvimos– hizo bastante daño. Las mujeres, organizadas como “health volunteers”, se hacían distinguir con un saree (atuendo tradicional) azul y le preguntaron a Clara si les darían dinero por hacer las fotos y acudir a las charlas como había hecho UNICEF. Cuando nos lo contó, nos quedamos bastante paradas. ¿Dinero? ¿De verdad?

También encontramos una clase –la de las niñas más pequeñas– que fue la única que no dio importancia a cómo vivían la regla y no dijeron nada que no les gustase sobre sus prácticas habituales durante la menstruación. Sin embargo, seguimos la clase compartiendo información sobre menstruación, sexualidad y ciclo menstrual, pasando muy por encima del tema del Chhaupadi. Si ellas no querían cambiar ese hábito, no había mucho que hacer.

Las mujeres, a través de la fotografía, mostraron costumbres diferentes a la hora de practicar el Chhaupadi. Aquí no podían tocar ninguna fuente ni ducharse.

Una de las mujeres fotografió el momento en el que, un bebé que había dormido con su madre menstruando en el chaughot, era purificado por la mañana con un baño y, tras ello, otra mujer lo recogía y se encargaba de él durante el día.

Otra de las fotos destacaba que los utensilios que utilizaban para comer esos días solo podían ser utilizados por ellas, no por otros miembros de la familia y se quedaban fuera del chaughot, nunca dentro.

Cuando salimos de Kunti Bandalai, comenté con Alba la respuesta de Clara cuando le mandamos el programa: “demasiado atrevido”. Mientras ella y Pepa se reían de las imágenes de las vaginas que aparecían en los carteles que queríamos poner en clase, Alba y yo estábamos convencidas de que todo saldría genial. Estábamos muy contentas de cómo lo habíamos planteado.

Ni en Basti ni en Kunti Bandalai cambiamos los contenidos, pero añadimos sobre la marcha alguna dinámica en función de la participación que había en clase. También he de decir que los niños y las niñas nepalíes son un auténtico amor a la hora de comportarse. ¡Hemos disfrutado tanto con ellos! Habría sido fantástico crear más vínculo y compartir más momentos fuera de los programas escolares.

Compartir con otras enfermeras diferentes perspectivas sobre la menstruación, la sexualidad o la masturbación y conocer las supersticiones que ellas mismas practican fue muy gratificante. Ellas serán enfermeras generadoras de cambio allá donde eduquen.

Me sorprendió cuando Susmila me dijo que, al contrario de lo que yo pensaba, era más útil que viniéramos a dar nosotras las clases a que las dieran ellas, ya que ellas también tenían supersticiones y tradiciones parecidas. Para los jóvenes, al parecer, por ser “blanquitas”, tenemos más razón y somos más convincentes. En ese momento, me vi a mi misma como el “símbolo del progreso” que tanto rechazaba y fue algo que no me gustó.

Seguimos hablando sobre el futuro, el matrimonio y la maternidad y generalizó mi respuesta a todas las mujeres de la península, le pedí que no se creara una imagen errónea de occidente a partir de nosotras, puesto que no somos –en absoluto– una representación de ello.

Me enorgullece mucho haber formado parte de ese proceso. No por la paradoja que representa el “egoísmo de ayudar” para sentirme mejor y que mi entorno reconozca lo “buena persona que soy”; sino porque es un aprendizaje de los más profundos que te pueda regalar la vida. Cosas como cómo comunicarte con alguien que no habla tu idioma ni alguno parecido, saber cómo se puede ser feliz sin caer en el consumismo extremo de occidente, que la felicidad no tiene que ver con el éxtasis consumista que intentan vendernos; respetar los valores y tradiciones de una cultura que dista de la nuestra; impregnarme lo máximo posible sin juzgar de una forma occidental o aprender cosas tan simples como ducharte en la fuente de un colegio, lavar la ropa a la mano y vivir sin papel de baño.

Trabajar en un equipo multicultural con la barrera lingüística nepalí-inglés-castellano también ha sido todo un reto. Asumir “roles de poder” porque es la dinámica más fácil de llevar no conlleva nada bueno, que en un equipo se deben escuchar todas las partes, incluso las que no hablen por miedo, falta de confianza, timidez o “mochila cultural” de asentir a todo y no quejarse. Detectar barreras e intentar tirarlas en lugar de agrandarlas para dar nuevas oportunidades es nuestra razón de ser.

Aprender a dormir lo suficiente, acostarme a horas que jamás habría imaginado y madrugar sin problema; desconectar del mundo y vivir sin internet; prescindir de estímulos externos a miles de kilómetros de distancia; aprender a estar tranquila y lanzarme a hacer cosas que siempre había querido como hacer percusión, hacer macramé, escribir y fomentar la introspección, conocerme a mí misma o disfrutar de un biri indio mientras contemplo un paisaje, algo para lo que nunca había tenido tiempo; y, caer en la cuenta, de que se está mil veces mejor sin la conexión a la que estamos acostumbrados. Aprender a confiar en mí misma y, sobre todo, aprender a adaptarme a cualquier y, repito, cualquier acontecimiento.

Creo que estamos desarrollando una capacidad de adaptación brutal, desde los cambios nepalíes que obligan a reestructurar todo en el último momento, hasta a temperaturas inaguantables, comidas y olores peculiares.

“Tolera la incertidumbre”, jamás olvidaré esa frase.

Así, esta capacidad de adaptación y aceptación de las circunstancias es algo que deberíamos copiar de esta cultura. Es cierto que esta actitud que puede llegar a ser conformista o pasiva es percibida como algo negativo; pero, ¿el inconformismo y la autoexigencia occidental es mejor? ¿Querer cada día más? ¿Competir continuamente para conseguir las necesidades creadas?

Aún queda mucho por reflexionar y no somos nadie para juzgar.

Kunti Bandali. Trodden path.

 

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